El contexto actual de beligerancia social inducida a través de los medios de comunicación masiva colombianos y extranjeros frente a las diversas crisis sociales, económicas y políticas que se presentan, trae a la actualidad este texto escrito posteriormente a los ataques del 11S en Estados Unidos y muestran como se desarrollan las nuevas guerras en las mentes, desde el extremo del control remoto del televisor sin necesidad de salir de bajo de las sábanas.
Por:
Josep Ramoneda (1)
Las claves de los
conflictos bélicos han cambiado por completo. Como han demostrado los atentados
terroristas contra los Estados Unidos, son enfrentamientos globalizados, sin
fronteras y sin bandos estatales organizados. Las nuevas guerras son guerras de
exclusión donde la principal víctima es la población civil, según se deduce de
las más recientes novedades editoriales sobre el tema.
Lo
importante es que los procesos conocidos con el nombre de globalización están
destruyendo las divisiones culturales y socioeconómicas que definían los
modelos políticos característicos de la era moderna. Sobre esta idea, Mary Koldor construye su
teoría acerca de la nueva guerra. La vieja guerra, la guerra que Occidente ha
conocido desde los siglos XVII y XVIII, era una guerra entre Estados o
coaliciones de Estados. Con ejércitos organizados, una economía de guerra
basada en los recursos de cada Estado y unos objetivos políticos. Las
necesidades de la guerra tuvieron un papel fundamental en la configuración de
las Naciones – Estado modernas: impuestos y disciplina militar. En el siglo
XIX, la guerra moderna hizo énfasis “en
la dimensión y en la movilidad” y “en
una necesidad creciente de organización racional y doctrina científica”. El
siglo XX incorporó los ejércitos de masas y la guerra revolucionaria, portadora
de algunos gérmenes de la guerra del siglo XXI. La culminación de esta lógica
de la guerra moderna fue la guerra fría, construída sobre el principio de la disuasión que se resolvió con la
quiebra del bloque comunista. Lo que Kaldor llama la nueva guerra se generaliza
a principios de los noventa como consecuencia de la gran inundación provocada
por la caída del muro de Berlín.
El
orden bipolar estable de la guerra fría desapareció. Occidente había ganado,
Estados Unidos aparecía como una potencia sin parangón, con la única sombra de
lo que pueda ser en el futuro la misteriosa y secreta China. La desigualdad
entre adversarios había dado lugar a las llamadas guerras limpias, en que la
potencia americana operaba con su
avasallador poder aéreo sin exponer la vida de sus combatientes. Guerra sin
combate, en que los muertos eran invisibles, inscritos en la lista de los
efectos colaterales. Vía libre para que la mundialización se hiciera bajo la égida del modelo liberal –
democrático. De pronto, sin embargo, se ha empezado a constatar que el gran
hipertexto que tenía que unificar el mundo – del que Internet es a la vez
expresión y metáfora, y el fin de la historia el argumento ideológico – no era
tal, que en realidad lo que aparecía era la fragmentación y el conflicto.
Durante
este tiempo se han producido cambios esenciales para pensar la guerra: los
estados plurinacionales del mundo ex comunista se fragmentaron, dando vía libre
a las pasiones nacionales y a una nueva irrupción de lo que Amin Maalouf ha
llamado las identidades asesinas. Como recuerda Mary Kaldor, por lo menos desde
los años setenta, en la Unión Soviética las nacionalidades se convirtieron en
el paraguas legítimo que cubría la lucha de intereses políticos y en especial
la competencia por los recursos en una economía de escasez.
Algo
parecido ocurrió en Yugoslavia, otro Estado unido por el monopolio del partido
comunista. Al hundirse los sistemas de tipo soviético, funcionó la alianza
entre lo rojo y lo
pardo, entre las antiguas nomenclaturas (incluida la
dirección de los ejércitos) y el nacionalismo que en muchas cosas evolucionó
hacia lo étnico. “El nacionalismo”,
dice Kaldor, “representaba la continuidad
con el pasado y al mismo tiempo una forma de negar u olvidar una complicidad
con ese pasado”. Coincidiendo en el
tiempo, en Africa, se ha llegado al agotamiento de los regímenes poscoloniales.
A menudo regímenes personales, construidos sobre liderazgos forjados en la
lucha anticolonial, no superaron el paso del tiempo. La corrupción, el
despotismo, la dificultad de remplazar los líderes históricos, la avalancha de
ciudadanos hacia las ciudades en unas economías completamente desequilibradas,
la pérdida de protección del sistema de potencias – tutores de la guerra fría y
el poder destructivo de epidemias como el Sida y la malaria han creado
situaciones insostenibles, que en lo tribal y lo mafioso se cruzan ante
cualquier intento de crear Estados modernos.
Europa
ha iniciado un proceso de desmantelamiento del Estado de Bienestar, en una
espiral de privatizaciones que incluirá la venta de parte de los activos del
monopolio de la violencia legítima, que caracterizaba al Estado moderno.
En
fin, como ha explicado Ives Michaud, “el
valor de la universalidad de los derechos del hombre pone profundamente en duda
las soberanías nacionales, en beneficio de un gobierno de funcionarios de lo
universal y de jueces transnacionales”. Pero la incapacidad política de dotar
de poder y legitimidad a este Gobierno agrava la sensación de vacío.
En
este vacío político, “de pérdida de
ingresos y legitimidad de los Estados”, de “desorden creciente y fragmentación militar”, estallan las nuevas
guerras que describe Mary Kaldor. Son guerras globalizadas, porque en un mundo
que se ha hecho más pequeño lo que ocurre en un sitio puede tener repercusión
en muchas partes y porque desde los combatientes locales hasta las
organizaciones internacionales y los Estados intervencionistas pasando por la
ayuda humanitaria y las ONG son muchos y de muy distintas procedencias los
actores que intervienen. La televisión consolida la globalización y configura
la actitud de las opiniones públicas de los países occidentales, entre la
compasión y el miedo.
Las
nuevas guerras son guerras de exclusión, basadas sobre la adhesión a principios
identitarios, con diversidad de actores militares, que rehúyen el combate
convencional y provocan muchas más muertes entre la población civil que entre
los propios combatientes organizados y no reconocen ninguna regulación ni
legislación internacional.
Los
principios identitarios las diferencian de las guerras revolucionarias. Los
señores de la guerra provocan la adhesión a una etiqueta más que a una idea.
Una marca, como si de un producto de consumo masivo se tratara. No hay más
proyectos de futuro que la homogenización étnica y religiosa.
El
fracaso de los Estados va acompañado de una privatización cada vez mayor de la
violencia. Las unidades de combate son diversas: los ejércitos convencionales o
lo que queda de ellos, los grupos paramilitares, generalmente formados por
gente proveniente de los ejércitos que trabajan para el propio Estado o para
carteles mafiosos, los mercenarios, los ejércitos de las instituciones
internacionales que generalmente no entran en combate, los ejércitos
extranjeros. Ignatieff explica que para los jóvenes guerreros el arma como
emblema ha sustituido el papel del uniforme. La sexualidad primaria del varón
adolescente preside la subcultura de unas guerras en que las bandas
paramilitares actúan a menudo como franquicias de los Estados para hacer los
trabajos más sucios que estos prefieren delegar.
Naturalmente,
esta privatización de las unidades de combate afecta la economía de guerra. Los
combatientes acuden a la extorsión y el pillaje para sustituir los salarios que
no reciben. Las unidades en conflicto buscan ayudas externas, se apoyan en
traficantes internacionales y se queda parte de la ayuda humanitaria.
La
estrategia no es tanto de ocupación de un territorio como la expulsión de una
población y busca, por la vía de la adhesión identitaria, máxima implicación de
la ciudadanía en l conflicto.
Las
nuevas guerras son causa permanente de oleadas inmigratorias. La política de
identidades excluyentes cierra las expectativas de futuro.
Las
nuevas guerras son muy difíciles de terminar por las complicidades de los protagonistas,
por la trama económico-mafiosa que se teje sobre ellas. Y por la incapacidad de
la comunidad internacional de operar positivamente sobre ellas. El ejemplo de
la ex Yugoslavia es evidente, el resultado final de un conflicto largo y
superinternacionalizado ha sido la legalización de la limpieza étnica. Una
sociedad plural se ha convertido en un mosaico de fragmentos étnicos.
Corresponde
el ataque terrorista a Estados Unidos a este nuevo modelo de guerra definido
por Mary Kaldor? Hasta ahora las nuevas guerras ocurrían extramuros: fuera de
Occidente, a lo sumo en espacios fronterizos. Esta vez la violencia globalizada
ha dado en el corazón del sistema. A través de la televisión, los occidentales
asumíamos el papel de voyeaurs con conciencia humanitaria (Ignatieff), de unas
guerras degeneradas (Martin Shaw).
De
un modo súbito y dramático nos sentimos incluídos en el territorio del estado
de violencia. Había habido avisos, todos los países han sufrido fenómenos de
terrorismo, pero este ataque es de otra dimensión: es, para decirlo en términos
de Clausewitz; la subida a los extremos de la nueva guerra. Y en el extremo, la
guerra se convierte en estado de violencia salvaje.
“Una vez abatidas las barreras de lo
posible”, decía
Clausewitz, “es extremadamente difícil
volver a colocarlas” . El ataque a Manhattan rompe definitivamente los
límites de lo posible. Pero es un ataque hecho por un comando invisible, que se
desconoce de que Estado es franquicia. Es un salto efectivo en la globalización
de la nueva guerra, que nos sitúa en un estado de violencia generalizada. La
violencia lo simplifica todo, y sin embargo, como concluye Mary Kaldor, sólo
desde la reconstrucción política de la legitimidad se puede controlar la
violencia.
Ignatieff
ha descrito así el orden causal que conduce a las guerras identitarias: primero
cae el Estado, luego aparece el miedo hobbesiano, sigue la paranoia
nacionalista como respuesta a la destrucción del orden y de la convivencia, y,
finalmente, estalla la guerra.
Es
la genealogía de la nueva guerra.
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* Publicado
en El País de España. Sábado 22 de septiembre de 2001.
(1) Josep Ramoneda (1949) es Filósofo, periodista y escritor español.