Cada hombre tiene su Maga. Tal vez en diferentes momentos de la vida, un hombre
tiene a una Maga. Y cada Maga tiene su hombre. Tal vez en diferentes momentos
de la vida, una Maga tiene a un hombre.
Un hombre descubre la sencillez con rostro de mujer. Y con
olor de mujer. Y con sabor de mujer. Va caminando por la ciudad, lentamente. Se
cruzan los carros y las personas. Ya ha aceptado que la mujer se pertenece sola. Ya lo ha
entendido. Es una Maga.
La Maga se sienta frente al plato de comida, frente a una
copa de vino. El hombre mira a la Maga. Y la descubre. Hay cosas que han
cambiado. La esencia permanece intacta. Siempre ha estado allí. Y el plato de
comida se consume, como se consume la vida. Con fervorosa efervescencia. Con la
timidez propia de ejecutar un acto privado en el teatro público de la
ciudad. Se juega con la comida y se juega con la
servilleta. Porque la existencia de la Maga es un juego. Como juego son el
problema y la solución.
Hombre y Maga caminan por la ciudad. Con el sol en la
frente. Se conocen. Y se ignoran. Porque allí radica la esencia del juego. Es
descubrirse y olvidarse. Es enfrentar el miedo y sucumbir a él.
Un hombre rodea la cintura de una Maga. Con sus brazos. Pero
fundamentalmente con su piel. El corazón queda a contra lado. Porque un hombre
y una Maga tienen corazones independientes.
El hombre aprovecha y huele el cabello de la Maga. El cabello que ha
visto revuelto en otros amaneceres.
Un hombre y una Maga, se acompañan. A veces.
La Maga es una niña. Con deberes de mujer. La Maga es una
estrella. Su luz pareciera indicar que encierra fuego en sus entrañas. Los
científicos dicen que es fría.
La Maga no enseña a Cortázar.
Tiene otra magia.
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