La
inocencia del niño, su total carencia de referentes y valores sociales lo hacen
impoluto durante los primeros años de vida. Radica allí su gran encanto, esa atracción
por lo puro, por lo hermoso, por ese paraíso perdido a través de la vida, de
las vicisitudes, de las luchas cotidianas, de los horrores, de perder la
capacidad de asombro, de los errores. Pero también dicha condición de “pureza”
encierra la capacidad aterradora de la crueldad. Esas cosas que se dicen con
total inocencia, pero que hieren profundamente al destinatario de las palabras
o de las acciones.
Durante
la vida encontramos personas con esa capacidad pura de ser crueles. Nos
encontramos nosotros mismos siendo crueles con otros, generando dolor,
produciendo miedo.
Me
impresiona ese monstruo escondido que llevamos dentro, ese Mr. Hyde que aflora
con naturalidad perversa, para herir, casi diríamos sin querer queriendo.
Cuando
crecemos en la individualidad, sin la capacidad de reconocer la validez del
otro, su otredad, su posibilidad de sentir, de entregar, de recibir, de
compartir; avanzamos por la vida buscando nuestra satisfacción egoísta. Estoy
sólo o sola. Quiero esa compañía un rato, para salir del aburrimiento, para
ocuparme con algo. Como quien busca un yoyo, o una pelota que rebotar contra el
muro mientras pasan algunos minutos, algunas horas. Mientras llega el momento
de la otra cita, de un nuevo entretenimiento. En ocasiones, necesito algo,
necesito solucionar mi problema. Busco entonces quien me lo solucione. Pero tan
pronto se resuelve, desecho el yoyo. Ya no me sirve.
Es
la instrumentalización de la persona para satisfacer mis egoísmos. La
instrumentalizo y la despojo de su dignidad humana, de su capacidad de sentir.
Y como un círculo vicioso, como quien se enreda en los meandros sinuosos,
oscuros y nublados del bazuco, cada que la angustia de mi egoísmo me duele en
la panza, busco al instrumento de mi desahogo. Vuelvo y lo instrumentalizo.
Consigo varios instrumentos que me satisfagan el ego. Satisfago la ansiedad, la
soledad, la problemática; y desecho al satisfactor.
A
veces se supone que no se lo que hago, que no actúo con la intención de
lastimar. Es que estoy formado en el egoísmo. Carezco de referentes parentales
hacia el diálogo, hacia la solidaridad, hacia la fraternidad, hacia la
posibilidad de dar y recibir amor. Sólo tengo mi Yo. Pero busco de forma permanente al instrumento
que me cura la soledad, la necesidad. Lo instrumentalizo hasta el infinito, y
cada vez lo desecho. Quiero algo del instrumento, pero no me decido. Siento
algo, pero me aterro. Así que mejor, lo hago instrumento.
La
magnificencia de la crueldad.
Por
eso es necesario acompañar a los niños en el crecimiento desde la solidaridad,
desde la fraternidad, desde la capacidad de amar y ser amados. Para que se
reconozcan a si mismos y a los demás. Para que sean productores y receptores de
amor, de fraternidad, de alegría. Para que en su paso por el mundo, por la
vida, por la piel de otros seres humanos, dejen huellas en lugar de heridas.
Para que ayuden a construir esperanza en lugar de desazón, para que generen
alegría en lugar de temor. Para que construyan una vida sobre la base del amor.
Para
que cuando crezcan no sean personas solitarias y tristes.
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