"Mientras en Colombia los militares no
tienen límite en el número de balas que usan para la guerra,
a los
médicos se les restringe el número de apósitos en una cirugía.
Un país
que no tiene límites para matar, pero sí para curar, es un país enfermo".
-Víctor
De Currea Lugo-
En la medida en que pasa el tiempo, cuando en
Colombia llevamos trece días a partir de la notificación oficial del primer
caso de COVID – 19, y tras una semana de la declaratoria gubernamental de
“cuarentena” nacional, comienzan a aflorar no sólo informaciones más precisas y
documentadas acerca de los reales alcances del virus biológico, sino también,
manifestaciones de desesperación por el confinamiento obligatorio, la
ebullición de los problemas sociales estructurales asociados a la gran
desigualdad socio económica, la posibilidad creciente de un alzamiento popular
empujado por el hambre; y el panorama del posible establecimiento de un modelo
totalitario, no sólo en Colombia, sino también en diferentes partes del mundo.
Quiero plantear en esta ocasión, la necesaria
reflexión que deberá tener la sociedad global y en particular, la colombiana,
de cara a los asuntos más apremiantes que ha dejado al desnudo la actual crisis
sanitaria mundial. Pero, lo que es aún más importante y crucial, las acciones
que se deberán emprender para corregir las aberraciones actuales y contener o
evitar las que se pueden desatar.
La vida, la salud y la alimentación como relaciones sine qua non.
El miedo general que ha desatado el actual
coronavirus que desarrolla la enfermedad llamada COVID – 19, se soporta en la
posibilidad “inminente” de perder la vida como resultado de la infección con
dicho virus.
La vida, es pues, el valor supremo que se
quiere hacer prevalecer y defender. Y para que el ser humano conserve la vida,
necesita salud; y para tener salud y por ende vida, necesita alimentación.
Así pues, que debemos acometer las acciones
colectivas organizadas, para que la soberanía alimentaria - entendida como la
autonomía de una Nación para sembrar, cosechar y producir su alimento – se
restablezca en Colombia, y de forma solidaria, en los países sometidos a la
dictadura de las potencias económicas y militares. Pero el asunto no se queda
allí, porque en paralelo se debe accionar para que al interior del país, sea un
hecho la democracia en el acceso, uso y posesión de la tierra para el campesino
no terrateniente ni corporativo, como también la producción para asegurarse la subsistencia
digna y para abastecer la demanda en las ciudades.
De forma transversal, es necesario renunciar
al “desarrollo” de megaproyectos que vulneran el futuro hídrico y
medioambiental, sin lo cual, lo arriba mencionado no es posible.
En lo que respecta al sistema de salud, queda
en evidencia durante el inicio de esta crisis, que el desmonte del aparato de
salud público que iniciaron los gobiernos desde inicios de los años noventa, no
sólo fue configurado como el negocio de unos pocos comerciantes y financieros,
adicional a ello, llevó a los mayores niveles de precariedad laboral a todo el
personal asistencial y de apoyo. Contratos por OPS, sin prestaciones sociales,
sin capacidad de asociación sindical, sin dotación adecuada para la protección
de su propia salud y de los riesgos que su labor implica, el sometimiento del
ejercicio médico a los dictámenes e intereses de castas politiqueras que
parasitan las instituciones sanitarias y sus recursos, la pérdida de la
autonomía médica y de la respetabilidad de la profesión.
Con la Ley 100 de 1994, el sistema de salud
colombiano sufrió el ataque de una enfermedad mortal llamada Entidad Prestadora
de Salud – EPS, que se queda con el 30% del dinero de la salud de la población,
dinero que entra como ganancias a los bolsillos de los propietarios de las
entidades parasitarias. Se cerró gran parte de la infraestructura de salud
pública, y con ello, se perdieron camas, unidades de cuidados intensivos y
personal idóneo – que es lo que más reclama la actual situación-. No se puede
olvidar el robo de los recursos de hospitales y clínicas que hoy hace falta
para habilitar las condiciones de salud pública que exige el ataque del
coronavirus. Tampoco se puede olvidar que el presupuesto de guerra – para matar
– es mayor que el presupuesto para la salud – para salvar vidas – [1]
o que el enfoque de prevención en salud es menos importante para los gobiernos,
que el enfoque de atención a la enfermedad – que es donde hacen negocio las
farmacéuticas, los intermediarios financieros, los propietarios de clínicas
privadas, de distribución de equipos e insumos médicos.
Finalmente, cabe preguntarse si la mayor
afectación territorial del coronavirus, en términos de casos fatales, tiene una
asociación directa a la situación de la contaminación ambiental, a los
“clusters” industriales que manejan materiales tóxicos en sus procesos – como
al parecer ocurre en el caso italiano, en la región de Lombardía [2]
- y a la combinación de esta condición con el desmantelamiento del sistema de
salud pública.
Un modelo económico que no naufrague ante las guerras comerciales
imperiales.
Colombia debe enfocarse en un modelo
económico que no dependa del petróleo o de la explotación a gran escala de
minerales, lo que no sólo deja graves afectaciones al medio ambiente, al tejido
social de las comunidades y territorios, sino que además poco o nada aporta en
términos de generación de empleo y de dignidad del mismo. Hay que retomar la
senda abandonada de la industrializaciones de sectores estratégicos y del
desarrollo de las fuerzas productivas [3].
La dependencia de los ingresos de la Nación
como aporte de estos productos, nos somete al vaivén de las guerras comerciales
de las potencias, como bien se aprecia con lo que ocurre ahora mismo entre
China, Estados Unidos y Rusia. Al momento de escribir estas líneas, el precio
del petróleo de la referencia con que hacemos los cálculos económicos en el
país, había caído hasta 22 dólares por barril. Con el menor ingreso de dólares
por este concepto y el retiro de capitales especulativos, el precio de la
divisa alcanza precios históricos de sobrepasan los 4000 pesos por dólar. Y
recordemos que la deuda externa se paga en dólares, al igual que las
importaciones; y hoy por hoy, importamos cerca de 16 millones de toneladas
anuales de alimentos agrícolas, que bien podíamos producir en nuestro país.
Agreguémosle a este coctel, el desempleo estructural sumado al que van a
producir la recesión económica y la quiebra de empresas, por cuenta del paro obligado de las empresas, para
cumplir la cuarentena. El batido puede traer como resultado un estallido social
de proporciones insospechadas. La política económica ha sido la de despojar al
máximo a la población, de sus condiciones materiales de supervivencia; y ante
la actual situación, el hambre aflora con gran rapidez y pronto desatará el
instinto animal de supervivencia. Ya sabemos lo que ocurre en esta situación.
La defensa ideológica, del tejido cultural y social en contra del
totalitarismo.
Como he leído durante estos últimos días, en
algún medio alternativo, “lo primero que se requiere para que exista una
pandemia, es que haya una declaratoria de pandemia por parte de un ente
oficial” [4].
Y en el caso que nos acomete, dicha declaratoria ha corrido por cuenta de la
OMS –Organización Mundial de la Salud – la cual como ellos mismos lo reconocen,
se financia en un 75% a través de donaciones “voluntarias” de “asociados” [5].
Y de acuerdo a la información que suministran diversos investigadores, muchos
de esos asociados corresponden a quienes tiene participación y otros intereses
en la corporación farmaceútica. Por supuesto, una declaratoria de pandemia, los
pone en el centro del negocio de la cura para la enfermedad. No quiero
desconocer con esto, el riesgo de contagio de una nueva cepa de coronavirus,
que compromete la salud y la vida de los contagiados, y cuyo coeficiente de
contagio parecer ser mucho más alto que el de otras enfermedades, pero su tasa
de mortalidad, mucho menor que otras. Tampoco entraré a debatir sobre el origen
biológico natural o inducido.
Lo cierto, es que la propagación del miedo
tiene un coeficiente muchísimo mayor que el propio virus que nos alarma, el que
es por demás un “enemigo invisible” que nos pone en ciernes ante la tumba. Es
tan invisible ante nuestros ojos, como lo es el asesinato sistemático de
líderes y lideresas sociales en la periferia de Colombia, pero esta última
situación, no genera tanto alboroto en la sociedad ni en los titulares de la
prensa oficial.
Y ese miedo altamente difundido y reforzado
por el aparato mediático y las redes sociales, utilizando como vehículo el
omnipresente teléfono inteligente, legitima las acciones coercitivas,
policiales y militares, la restricción de las libertades civiles, las políticas
de salvamento de la corporación financiera, y el establecimiento de un modelo
totalitario que se va convirtiendo en paisaje común y voluntariamente aceptado
– requerido y amado – por quienes anhelan con fervor escapar de la muerte a las
que los somete ese enemigo invisible, que es pregonado con insistencia por el
amplificador mediático.
Si bien es cierto, que ante el
desconocimiento del actual virus y de sus alcances finales, se hacen necesarias
las llamadas medidas de aislamiento social, no podemos perder de vista que es
imprescindible la defensa de nuestra cultura de cercanía física y emocional,
como fundamento de nuestro tejido social y cultural.
Yo me niego a que el miedo a ese enemigo
invisible, me lleve a aceptar la proscripción del abrazo y del beso. Me niego a
ver al otro como el potencial vulnerador de mi bienestar sanitario, por el
simple hecho de existir.
La posibilidad del hiper control de nuestras
vidas a través de la informática, la biometría y la invasión subcutánea del GPS
biológico, es algo que debemos rechazar y resistir.
La humanidad sobrevivirá a la enfermedad,
pero no lo hará frente a la destrucción del planeta, ni frente a la
claudicación de la autonomía personal y colectiva de las culturas y de las
Naciones.
@MarioossaM