@MarioossaM
El
departamento del Chocó es ampliamente conocido por ser deliberadamente olvidado
por los gobiernos, desde siempre, pese a que encierra riquezas inmensas entre
su biodiversidad, su cultura y sus gentes.
Y
dicho abandono se comienza a palpar cuando inicio un recorrido desde el Norte
del Valle, para buscar la primer población chocoana en el camino: San José del
Palmar. Por una carretera destapada que pertenece políticamente al departamento
del Valle del Cauca, se avanza en campero durante cerca de hora y media hasta
encontrar una gran pancarta que anuncia el inicio del departamento del Chocó.
La
carretera que corresponde al Valle, jurisdicción de El Cairo, se encuentra en
pésimas condiciones. El trayecto que ahora realizamos durante la noche, se da
en medio de una neblina espesa que cae desde el sistema montañoso que hace
parte del parque natural nacional del Tatamá – el cual abarca los departamentos
de Risaralda, Chocó y el Valle, por el norte – de acuerdo a lo que me cuenta el
conductor del vehículo. Me quedo
pensando en el contraste de la riqueza que se invierte en las vías doble
calzada que conectan a Cali con Pereira, por donde se mueve el tráfico
económico con el exterior y que deja una balanza comercial con saldo negativo
para nuestro país.
Foto: @MarioossaM |
El
trayecto que corresponde al Chocó, no presenta una cara más amable. Una
carretera en pésimas condiciones, con
algunos trayectos pavimentados que muestran un deterioro marcado, material
fracturado por causa de fallas geológicas, por causa de malos diseños o
materiales de baja calidad. Es lo que nos explica una ingeniera civil que ha
trabajado en la región, combinando su profesión con la labor social en estas
comunidades. Termina su apreciación señalando la ausencia de un trabajo en la
estabilización de taludes y conducción de aguas, que según su criterio, son
causantes de los derrumbes que encontramos persistentemente y de las bancas que
han cedido ante las lluvias, mostrándonos abismos impresionantes por donde a
diario arriesgan la vida las personas que deben transitar por esta región
inhóspita.
Desde
la cabecera municipal de San José del Palmar, nos dirigimos hacia el
Corregimiento La Italia, con lo cual agregamos cerca de una hora más de viaje a
un trayecto que nos ha llevado alrededor de tres horas, saliendo desde Cartago
– Valle.
Foto: @MarioossaM |
Un hogar para escapar de
la guerra, la miseria y construir el futuro.
En
medio de la exuberancia del paisaje, de su gran riqueza natural y humana, campesinos
y campesinas luchan a diario por sobrevivir, pese al robo descarado y continuo
de la política tradicional chocoana, sumada a la voracidad de la empresa
trasnacional y al desprecio de los gobiernos nacionales.
Allí,
en ese paisaje colosal, las niñas que nacen y crecen en medio de tales
desafíos, han encontrado un hogar alterno para huir de un destino casi obligado
que las condena a la guerra, a la miseria y al olvido. Se trata de la Casa
Hogar “Paula Montal”.
Este
hogar y refugio para las niñas campesinas, es dirigido por el sacerdote Juan
Fernando Arango Echeverry. Nacido en una
familia humilde y trabajadora de Medellín, el padre “Fercho” como le dicen
algunos parroquianos, es el encargado de mantener a flote este proyecto, con la
ayuda invaluable de otra mujer quijotesca: Mamá Rosi.
“La
casa hogar es un internado para niñas campesinas, que fue fundado por
religiosas Escolapias, las cuales han tenido como misión el apoyo y fomento de
la educación en comunidades humildes”, me cuenta el padre Fercho. Es un
sacerdote joven, amable y discreto.
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“Aquí
las niñas encuentran techo, alimentación y condiciones dignas para vivir y
estudiar. De esa forma pueden adelantar sus estudios en el colegio público
Normal Superior. Algunos padres y
madres, muy pocos, aportan algún recurso para el sostenimiento de sus hijas.
Son personas muy humildes que no cuentan con recursos económicos suficientes
para vivir” prosigue el padre. “Nos mantenemos de donaciones que nos hacen
algunas personas que entienden y apoyan nuestra causa. Es una gestión y
búsqueda permanente para que no falte la comida y lo que se necesita en la
casa”.
En
la esquina del colegio, se observa con frecuencia a grupos de personas con su
teléfono inteligente en la mano, utilizando el único punto del corregimiento en
donde existe señal de internet.
Rosenda
Largacha “Mamá Rosi” como le dicen las niñas y la comunidad, es la mano derecha
del padre Fercho. Es la autoridad en el internado y las niñas le profesan un
respeto muy evidente, sincero. Nacida en Nuquí, estudió trabajo social por
“pobre” y porque las autoridades de su universidad no le dieron otra opción.
Pero rápido aprendió a amar su profesión, y decidió ayudar a su gente chocoana.
“En
el momento tenemos 27 niñas internas, pero hemos llegado a albergar hasta 45.
Se despiertan a las cinco de la mañana, se asean y preparan para estudiar.
Asean sus dormitorios y la casa antes de desayunar y salir a estudiar. Al
regreso, almuerzan, descansan un poco y retoman el estudio extraclase en los
espacios dispuestos para ello. Después viene la cena y un rato de
esparcimiento. Y la hora de dormir”, me cuenta Mamá Rosi.
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Estas
niñas llegan aquí luego de vivir situaciones muy complicadas en las veredas, y
encuentran un hogar alterno – que para muchas es el único -. Aunque algunas
atraviesan conflictos emocionales como
resultado de sus historias personales o como fruto de su adolescencia, pudiera
decir, que todas se muestran agradecidas e incluso tranquilas al tener un sitio
suyo. Algunas egresadas, hoy son profesoras y apoyan la labor del internado.
La
casa hogar es humilde pero digna. Sus dormitorios son aseados al igual que sus
espacios de estudio y esparcimiento. Las niñas cantan permanentemente, con esa
alegría y esperanza que llevan en su
sangre africana. Contagian felicidad. Incluso paz. Por supuesto, los techos y
las ventanas ya piden arreglos, algunas sillas, cambio. Pero poco a poco se
mantienen.
Antes
de despedirme y agradecer su hospitalidad, intento lavar la cocina que queda
después de la cena. Una muestra de amabilidad con María Nelva Hurtado, que nos
preparó la alimentación en los días que compartimos. Pero me encuentro con
Divanny y Laura Vanesa, las niñas que tenían esa noche la responsabilidad del
aseo de la cocina. Sorprendidas porque un extraño, hombre y además huésped se
atreva a lavar platos y ollas, por fin me convencen de dejarles algo para
asear. Una situación divertida para mí.
A la mañana siguiente, me despido y parto de
regreso a Pereira, con la esperanza que al contar esta historia, puedan
presentarse ofrecimientos de ayuda para este proyecto que construye paz y
dignidad. Es la misma esperanza de ellas.