@MarioossaM
Yo
no escribo para los poderosos, ni para los petulantes. Tampoco para los
traidores. Yo escribo para los míos. Escribo para la gente sencilla, para
aquellas personas que tienen la sensibilidad de la vida, para los que se
asombran mirando las nubes, el sol, las flores, la sonrisa y los juegos
desprevenidos de los niños o las arrugas de los ancianos. Para los que aman los animales, los que
siembran la comida, los que defienden la dignidad, los que se rebelan contra
los oprobios, para aquellas personas que siguen el camino espinoso, para los
que caminan el mundo y viven la vida.
A
veces lo hago con la intención de dejar un mensaje, tal vez algún aprendizaje
que a alguien pueda servir. Otras veces para entonar homenajes a quien lo
merece. Otras tantas, como reacción crítica ante la injusticia y la mezquindad.
En ocasiones y de forma privada a quien me toca el corazón y el alma.
Las
personas de mis mayores afectos, son y han sido gente del pueblo. Sólo he
encontrado honestidad real – incluso en la expresión de sus defectos – entre
las personas más humildes, entre aquellos y aquellas que desde su nacimiento se
debaten ante la incertidumbre y la injusticia. Aquellas gentes que conocen la
solidaridad de compartir una bicicleta con otros, que deben montarla por turnos
para que varios y varias puedan disfrutarla; como conocen de heredar los
pantalones, las camisas, las faldas y los zapatos a los más chicos, o que han
sido herederos de las prendas de los mayores. Entre esas personas he conocido a
los luchadores por los derechos, a los defensores de la dignidad colectiva.
Las
gentes de mi pueblo comparten la comida, no la que les sobra sino la que les
hace falta. Comparten la cobija y los sueños. Comparten incluso el vino de mora
que destilan. Y lo tomamos en el mismo vaso y de él tomamos los convocados,
mientras charlamos sentados en un parque o en un andén, en una loma o mientras
recorremos un camino. Son edenes a los que no están llamados todos.
La
gente de mi pueblo tiene los ojos limpios, tan limpios que hasta enseñan la
desconfianza o la amargura. Pero también la alegría y la esperanza.
Por
eso renace la fe y nunca se agota.
Las
turbulencias de la vida me han llevado ante los espacios de los poderosos, de
sus lacayos, de sus esquiroles, Allí he comprobado como la vanidad, la
mezquindad y la mentira se conjugan como un coctel amargo que se pasa entre
risas de falsedad mientras intentan engullirse al más descuidado, para
apoderarse de lo que tiene. Porque entre los poderosos y sus esbirros no se da
ni lo que sobra. Nunca puede adivinarse la intención tras la sonrisa. La mirada
siempre va varios centímetros por encima del pueblo. Habitan una burbuja que no
toca ni el cielo ni la tierra. Son tibios, pusilánimes y violentos.
Más
cerca de estos están esos falsos profetas que se presentan como protectores de
las gentes populares, que buscan con afán el reconocimiento para satisfacer su
vanidad – vanitas vanitatis – pero que atentan con su
proceder contra toda posibilidad de emancipación de los míos. La máscara no
dura, porque bien lo decía Gaitán: El Pueblo es superior a sus dirigentes. El
pueblo no necesita dirigentes vanos ni envanecidos, no necesita suplir a una
clase de opresor con otra clase, decía Camilo. Necesita compañeros de lucha y
de camino. El compromiso desnuda los falsos discursos. Por sus obras los
conoceréis.
Entre
los combos de metaleros, punks, hippies, campesinos, bases étnicas y desarrapados; he conocido mejores
seres humanos, más sensibles, personas más honestas y comprometidas con su
entorno y con sus familias que entre los ejecutivos de corporaciones seculares
o de iluminación divina. Tampoco se halla tal valor entre los patrones mafiosos
de los grandes latifundios. Mis mejores afectos se encuentran entre estas
gentes diferentes y transgresoras.
La
tibieza de una mirada inocente, esperanzada y profunda – de esas miradas
insondables que no se recorren en una eternidad – no tiene conversión
monetaria. No se adquiere esa experiencia con Masterd Card.
Por
eso a veces renuncio a escribir acerca de tecnicismos y estadísticas. Muchas
veces la intelectualidad se convierte en una trampa donde se ahoga la
humanidad.
Hoy
prefiero referirme a esa gente que camina conmigo por calles, por veredas, por
montañas. Esa gente que cuando se despide, la veo alejarse con su silueta
delgada y mirando hacia el frente, absorta en sus convulsiones internas, en sus
grandes y pequeñas utopías. Esas personas son mi familia, esa familia que se
construye, se apoya y se defiende. Esa gente con la que preparo alimentos
compartidos, con la que bebo del mismo vaso. Esos y esas son los míos.